Ya no hay escaladores
África recibe a la élite del ciclismo en forma de arcoíris, que viene a ser un resultado del sol más la lluvia, una metáfora de la mezcla de ciclistas de un día, de siete o de tres semanas que se da cita una vez al año en este circo ambulante que es el Mundial. Sin Waka-Waka, recuerda un poco al Sudáfrica que coronó al fútbol español en 2010. Dicen que el color de la tierra es diferente allí, que son tierras con un embrujo particular y que a quien prueba, captura para siempre, como a Coppi, a VDB. La paradoja es que las durísimas rampas de Kigali nos servirán para comprobar hasta dónde se ha desdibujado el mapa de un ciclismo que ha sido durante tantas décadas, desde que empezó, y ya no es. Ese ciclismo ha pasado el desagüe y se dirige raudo al mar, de donde no lo recuperaremos jamás.
"¿El mejor ciclismo de siempre?" -dirán algunos en busca de titulares melosos y falaces al tiempo que otros arquearemos las cejas-. No, no lo es. La especialización ha muerto. Las mismas bicicletas que escalan las cada vez más solitarias grandes montañas son las mismas que esprintan, las que buscan la gloria y la encuentran en uno o veinte días de competición. Es cuestión de gustos, pero había más belleza en lo heterogéneo de un pelotón, con diferentes formas de pedalear, de cabecear. Entre el casco y la uniformidad de maillots (feos a rabiar la mayoría, dicho sea de paso), apenas se distingue a uno de otro en el gran hormiguero del pelotón. Mientras tanto, los mejores corredores del momento son prisioneros de tanto crisol y lucen espada de enero a octubre. No hay grandes velocistas, tampoco contrarrelojistas de postín salvo contadísimas excepciones porque las cronos han perecido en esta nueva digievolución. No hay especialistas en clásicas, apenas un par de románticos que se tiran adoquines entre sí, como tampoco hay escaladores, esos que ponían en jaque a los mandamases antes de ponerse en jaque a sí mismos. No hay ciclistas de carretera, sino globales, sin patria ni bandera.
En la actualidad, el que se impone en la clásica lo hace también en la alta montaña. También en las maquetas de contrarreloj de hoy. El que brilla en enero lo hace en julio, y el que pelea el Mundial en octubre es el mismo de las clásicas de abril, que a su vez es capaz de ganar el Giro o el Tour. Vivimos en la era de caprichos aparentemente baratos, de miradas distraídas de lo importante y de lo urgente, pero también en la era de la concentración (física, no la mental), de la sobrecarga de información que acaba por fagocitar cualquier gota que aparece en el camino. El resto es mero oportunismo y relatos que no enamoran. Que Tadej Pogačar pueda conseguir el cuarto Tour y situarse en rampa de despegue hacia el olimpo del club de los cinco no es asunto baladí. Da igual, nadie hablará de eso hasta que convenga o no haya mucho de qué hablar para repetir como loros. El ciclismo ha homogeneizado a sus protagonistas, pero también las narraciones. Hay guion escrito antes del desenlace, y eso es grave se mire por donde se mire. Quienes apuran la botella del descontento acaban por ser considerados haters, sin reparar en la calidad del desencanto. Ni en el continente, ni en la razón ni en el contenido. Todo acaba por ser una amalgama de zombis y trincheras que torea las dificultades aprovechando la acumulación de actualidad para huir entre las sombras. Nadie repara en nada, nadie busca. Solo conformismo, solo favor.
Ya no hay escaladores. Aquellos que miraban arriba en la montaña y observaban la lejana cima como un reto imposible, la escalada como una vida en sí misma. El color, el motivo de una pintada, que era la esencia del ciclismo. El resto, atrezzo y acompañamiento, relleno para provocar batallas entre escuálidos y hombros altos de pedaladas cargadas de desarrollo. Épica, memoria, pasar a la historia por hacer parecer fácil lo difícil. Ahora los momentos se escriben a base de filfa, de vender lo inusual donde todo es deja vu, donde todo parece haber pasado. La única ilusión es el humo vendido por tahures que crean un ciclismo preparado para aquellos a los que no les gusta el ciclismo. Parece tonto y no lo es. Todo concentrado, como las vitaminas de un zumo. Lo mismo la playa que la montaña, lo mismo un día de diario que un sábado o un domingo. Lo mismo un sprint que el CX que la Vuelta. Lo mismo da un Ford Fiesta para el Rally Dakar que para la Fórmula 1. El sexto en la clásica es el sexto en el Tour, donde ni siquiera existe la decencia de pelear la clasificación general más allá del octavo. Aunque del cicloturismo profesional hablaremos en otra ocasión.
Las batallas de seis kilómetros son la nueva épica, y al solicitar o mencionar la antigua, arqueo de cejas en frente. El ciclismo de la era Contador, retirado hace la friolera de ocho años (y no 20, como el rápido avance de los tiempos nos hace a veces sospechar) no regresará. Se alaba lo que haga Pogačar y punto. Pero cuando él no está, el ciclismo es otra cosa, una versión del catenaccio a pedales de los Evans, Menchov, Schleck y cía, pero con nombres de peor calidad y mucha menos gente mirando las pantallas.
JM
Los escaladores son la salsa del ciclismo
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