Que vuelva el Tour de Francia...

 


El Palais des Congès de París acoge al Tour de Francia durante toda una mañana en la que, pese a los inacabables discursos, el protagonista fue un mapa amarillo que desvelaba la composición del recorrido que disfrutarán unos y sufrirán otros. Se ha dicho que la edición de 2025 es el retorno del clasicismo, pero no es así. Más bien es el resultado de una ouija que entrecorta mensajes del más allá con el contenido de lo que una vez fue el mayor espectáculo deportivo del año y es hoy un cúmulo de complejos, entresijos, obsesiones y eslóganes que sobreviven a costa de parasitar su esencia. 

Si lucir unas Adidas blancas e impolutas no te hace deportista, escribir Hautacam, Superbagnéres o Mont Ventoux sobre un lienzo no convierte un recorrido en clásico. Recuerdo un programa de Alberto Chicote donde discutía con la dueña de un restaurante sito en Valencia (un abrazo a los valencianos) sobre el parecido de una versión de la coca que se asemejaba a la original por utilizar los mismos elementos, pero en un orden que variaba de forma sensible la naturaleza y la apariencia del plato. Traduzco: como un bocadillo sin pan por ambos lados. En eso se ha convertido el Tour de Francia. Con la excusa de la etérea modernidad, va ocupando, saltando o abandonando vagones de un tren que no se sabe muy bien hacia dónde va. De momento, hacia los cinco del nuevo Merckx. 

Es un Tour de clásicos, y eso sí es cierto. Y de Francia, que por primera vez desde la edición del coronavirus no recurre a saltar ninguna frontera, ese chauvinismo del que tanto nos quejábamos y que ahora tanto se anhela. Lo mediatizado del histórico duelo entre Pogačar y Vingegaard ocupa los análisis, como si los recorridos ejercieran un efecto gravitacional sobre la diferencia de pedalada entre unos ciclistas y otros. Del balanceo de fuerzas dependerá el show. El tapete pone el marco y la expectativa, la magia es imaginar escenarios y batallas sin fin de Bola de Dragón. También pone de manifiesto un mensaje, y de este Tour el que mayor calado muestra es la alarma por la escasez de fugas en las etapas llanas. El remedio a tal enfermedad es rellenar de cotas la primera semana, como quien rellena un pavo para que no resulte tan soso al paladar. Muchas son solo atrezzo, figuración con frase. La intención es dar alas a los valientes. Es un concepto que el Tour jamás había abrazado, y esta es la primera concesión de poder al pelotón. Antaño, cuando era grande, la carrera gala habitaba varias nubes por encima del siguiente estamento, que eran los equipos y la UCI. Si no quieres atacar, es tu problema. En la actualidad, concesión a concesión, los ciclistas han cobrado el control de su deporte, si bien es posible que no lo estén ejerciendo para su propio bien. Como el Superman que descubre que vuela y dedica sus esfuerzos a espantar gorriones en lugar de salvar al mundo de supervillanos. 

Es un Tour rico en historia, no cabe duda. Lille recuerda a Chris Boardman en el prólogo que dio salida al cuarto Tour de Induráin (salmo 4-1). La curiosidad señala que 1994 trajo a nuestras vidas el final en Hautacam, la montaña en la que el navarro se exhibió ante los Festina y en 1996 sufrió a los Telekom. Nos recuerda a Javier Otxoa y también, por qué no, a Piepoli y Cobo. Qué decir de Superbagnéres, con la imagen en la retina de Hinault, escapado desde el Tourmalet en un calco de la propuesta para 2025, hundiéndose ante LeMond en 1986 o los ataques desesperados de Perico en 1989 para despegarse de los rivales y de los fantasmas de Luxemburgo. Tarangu y Bahamontes pusieron la bandera aquí. Federico, en cronoescalada, que esta vez cambia de valle y asciende al Peyresourde por su lado rectilíneo para culminar en Peyragudes. Desde que Octave Lapize lo coronara en 1910, primera vez que se sube en formato cronometrado. 11 kilómetros que son casi un prólogo, podían otorgar el primer maillot amarillo. Bien que regrese, después de 20 años, la cronoescalada. Pero, ¿así? ¿No había otro puerto? ¿No había otra cara? "Si tuviese otra, no iría con esta puesta", que diría el gran Mariano Delgado. 

Claro, regresa el Mont Ventoux y los titulares se encienden. La etapa es tan unipuerto y carente de atractivos previos que ni siquiera el Tour la enseña en su página web. El evento no visita la cima del monte pelado desde que Froome buscase pista para aterrizar en 2013. Dicen que unos años más tarde se marcó un duatlón y no fue descalificado. ¿Señalará el día en rojo? Para verlo desde televisión, que nadie se asuste. Nos falta Alpe d'Huez, ¿qué habrá pasado? El mito descansa, reposa para no rebosar. Otro de los objetivos de la organización, que es alejar a su creación del público. Si exceptuamos la última etapa pirenaica, en sábado, el resto de jornadas de fin de semana circulan entre planicies y sprints. Incluso la 20ª etapa, la previa a París, que será intrascendente en el 99% de los casos. Los velocistas también tienen derecho a ser vistos en casa en esos días que todo el mundo puede encender la tele a la hora de la siesta. Intolerantes con las minorías somos. 

Ninguna compasión, dicho de paso, con los contrarrelojistas, que tienen una etapa de veintiuna para desquitarse. No sale rentable rastrear Wallapop para comprar material de crono, ni perder el tiempo entrenándolas. Cuando uno ve el kilometraje, busca por todas partes el asterisco que aclara si se trata de ida y vuelta o si los 33 kilómetros suponen la longitud completa. Como con el Euríbor, hemos estado peor, que en 2015 despacharon la dosis de crono con los quince de la primera etapa, esos que Nairo Quintana y Movistar los alegaban como obstáculo infranqueable para haber ganado el Tour. "Tu codo señala nuestro camino", decían las pancartas. Los codos, para los sprints. Antes de protagonizar más escándalos verbales, recordar el bonito recuerdo que traerán las interminables curvas de La Plagne. Induráin se equivocó de día y marcó el día como una contrarreloj de base a cima. Descompuso a los rivales uno a uno (salmo 5-9), les envió a los desiertos de Mesopotamia y dejó claro que la quinta ensaladera viajaría de París a España. 


Hablando de viajar, hubo quien en su tiempo definía el Tour como un viaje. En el tiempo, sumergido entre el olor a historia escrita sobre pedales. Cada palmo de Francia que ha sido atravesado por el rechinar de frenos y llantas guarda esa esencia de nostalgia y voces huecas de cabeza para afuera que se conservan intactas en el recuerdo. Los ciclistas viajaban, recorrían, en etapas que conectaban ciudades que se quedaban tristes mientras agitaban las manos y los pañuelos para despedir a sus héroes con otras que simultáneamente empezaban a sentir mariposas en el estómago durante las largas esperas. Ahora no. Salen de un sitio, llegan al mismo y el viaje se produce, sí, pero por vía motorizada. La caravana ciclista acaba por ser real, eso sí, con los buses y los coches aportando su granito de arena a la ocupación de las autopistas. Y acentuando la huella de carbono, esa contra la que el Tour afirmaba luchar en otras ediciones en que el maillot amarillo estaba tintado con algo del verde. Ahora, cuando los traslados se acentúan, la realidad desnuda la oportunidad y la tristeza de quien no tiene principios, sino audacia para sentarse en clase junto a la bandera que tenga la letra más bonita. El interés mueve montañas. 

Y alguna hay en los Alpes. Son lo mejor del recorrido, sin lugar a dudas. Glandon, Madeleine y Courchevel, estirado, como si de un lifting se tratase, hasta los 2.300 metros de altitud del Col de Loze suena, cuanto menos, a cansado. Eliminar el reparto de la dureza ha traído etapas que al menos parecen contar con pies y cabeza. La Plagne, Loze y Superbagnéres son las etapas que compiten por ser la reina, pero queda por reseñar la tortura que ASO ha diseñado para el 14 de julio. Siete puertos puntuables que podrían ser doce y estreno de la única gran cima inédita de esta edición. El Mont Dore acogerá el primer combate de montaña, las primeras sensaciones y la oportunidad de muchos de segunda fila de incorporarse a la primera por sorpresa. Que pregunten a O'Connor, a Ben. 

La noticia debería ser que el Tour regresa a París, y lo hace para celebrar el 50 aniversario de los Campos Elíseos, esas rectas acaloradas y cada vez menos abarrotadas que año tras año aburren a las ovejas y a la granja entera. Aceptemos que lo de Fignon y LeMond fue excepción y sigamos con nuestras vidas. El Tour presenta en 2025 lo más próximo a un recorrido clásico que podamos imaginar. Los viejos días no volverán, es evidente. Tampoco los parámetros que hicieron grande al Tour y al deporte que hoy día es una mera excusa para presupuestar y facturar. El ciclismo hecho para aficionados a otros deportes, más permeables a la demagogia que convenga y al titular que más de moda esté con el único fin de acumular. Las anclas, para guardar óxido. Las alas, para volar. Como los helicópteros, que al menos en julio nos mostrarán ciudades bellísimas a vista de pájaro como Chinon, Toulouse (perder en inglés), Rouen, Caen... 

JM

Fotografías: ASO / López

Comentarios

  1. Toda la razón en el artículo. Dejar que pase el tiempo y lo vereis. Me gusta mucho como escribes, te seguiré con el blog que tiene buena pinta

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  2. Deseando leer el siguiente. Enhorabuena!

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